Algo lo haría tropezar en medio de la locura. Angustiado, se vio a sí mismo cayendo de rodillas, con las manos temblorosas que frenan el golpe sobre el suelo encharcado, mientras las gafas van a parar al fondo del lodazal. Palpó a su alrededor y le dio tiempo a recogerlas, embarradas y hechas mil pedazos de cristal afilado, cuando la primera patada le daba de lleno en la espalda. Poco importaba ya lo que fuera que lo había hecho caer. En su cabeza solo había espacio para una idea que lo paralizaba. Había perdido el maldito juego. Aquel “atrapa al ratón”, en cuyo reparto de papeles le había tocado la peor parte -al que ni siquiera había querido jugar-, había terminado. Ya nada quedaba por hacer.
Se llevó las sucias manos a la cara y la ocultó tras ellas. Encogiéndose y recogiéndose sobre sí mismo: como empujado por un resorte que hubiera sido accionado desde lo más profundo de sus entrañas, desde lo más primitivo de su alma... Como si con ese gesto instintivo, animal -que lo llevaba a no querer ver, a no querer ser...-, de verdad lograra desaparecer, hacerse invisible a los ojos de quienes, sin entender él porqué, lo apaleaban.
Eran tres los que lo rodeaban. Tres las lenguas babeantes que rezumaban insultos. Seis los pies y seis los puños cerrados que descargaban sobre el muchacho hasta que lo vieron caer de bruces sobre el fango. El último puntapié le dio en un lado de la cabeza. Luego, el silencio.
Aquel silencio tan grande y tan sordo entre los ecos cada vez más lejanos de unos zapatos que ya no pegan, sino que ahora se alejan veloces; el rugido de los automóviles que pasan a toda prisa por su lado, sin verlo; y la humedad del suelo que le empapaba la ropa y le anegaba el rostro surcado de arañazos. Que le escocía en la cara, como la sal y el azufre escuecen las heridas abiertas en el infierno... Había estado lloviendo toda la mañana y el agua se había entretenido en formar charcos que se extendían a sus anchas, levantando aquí y allá el suelo polvoriento de alquitrán mal asfaltado de las calles. Aún ahora seguía cayendo, de a poco, agua de aquel cielo oscuro, plomizo, y lo era tanto que pareciera que se hubiese dejado el azul olvidado en otras tierras, por otros mundos...
Antes de salir de clase, había pensado contarle a alguien -a lo mejor a Alfonso, el afable profesor de matemáticas: el único que, de vez en cuando, parecía percatarse de que los alumnos también tenían una vida por la que podían sufrir, más allá de los libros...- que tenía miedo de no conseguir llegar a casa ese mediodía. Aguardó a que todos sus compañeros hubieran salido. Recogiendo los lápices y los cuadernos dentro de la mochila, lo hacía con la lentitud de quien parece creer que el tiempo no existe o, cuanto menos, que le pertenece.
Observaba -con el rabillo del ojo y la cabeza gacha- al hombre que esperaba apostado delante de la puerta abierta a que el aula se quedara vacía para dejarla cerrada con llave, mientras miraba en silencio, con la infinita paciencia que le daban sus más de sesenta años, al chico al que, al pasar a su lado, despidió con una palmada afectuosa en la espalda. Adiós, muchacho. Que pases un buen fin de semana. David lo miró con tristeza y esbozó media sonrisa.
Nada pudo escaparse de entre sus labios que tiemblan.
El patio del instituto, carente de pavimento en algunos tramos, lucía revestido de profundos charcos en los que los zagales metían la punta de los paraguas y se salpicaban unos a otros, o ensuciaban con ellos a las chicas. Todos reían. Sus vidas, tal como las concebían a tan corta edad, estaban resueltas. No tardarían en llegar a casa, manchados de barro y felices, donde sus madres los esperarían con el plato caliente encima de la camilla y la dulce promesa de una tarde de siesta y pocos deberes. Ya hemos dicho que era viernes.
Pegado a las paredes, solo, avanzaba muy despacio. Procurando mantenerse junto a los grupos de chavales más altos. Deseando hacerse invisible, en medio de aquella algarabía, a los ojos de cuantos allí estaban. Vio a los tres que iban delante de él, lejos de él, y por un instante se sintió aliviado. A lo mejor se les había olvidado la amenaza. Si fuera así, todavía le quedaba la esperanza de librarse -al menos en esa ocasión- de la paliza. Se encaminaría por una calle distinta a la que había tomado la jornada anterior, recorriendo -como hacía cada vez, durante todo lo que llevaba de curso- un camino diferente. Y rezaría para no encontrárselos a la mitad.
Pero no haría falta. Que ya estaban ellos avisados de lo que el muchacho podía tener intención de hacer. David los había perdido de vista entre la multitud de padres nerviosos, chiquillos y coches que esperaban en marcha con las puertas abiertas a la entrada del centro, y supo que estaba perdido.
Echó a correr. Llevando el miedo prendido de sus tristes ojos de niño. Empujando a cualquiera, grande o pequeño, que se cruzara en su camino.
No veía nada más. No existía para él ya nada más. Solo aquella huida desesperada que lo llevaría sin remedio hacia algún rincón, aquel rincón embarrado de ninguna parte...
✏️ Imagen de cabecera: Richard Doyle (1884)
Este relato apareció publicado, por primera vez, en el número 0 (mayo-agosto 2012) de Inédita. Revista de Educación del Sindicato del Profesorado Extremeño (PIDE)
✨️✨️ No te vayas, peregrin@, sin dejar un comentario... 🙏🏻 Que, mientras esté formulado desde el respeto, será muy bien recibido 🙃✨️✨️
¡PRECIOSO! ¡Qué manera de plasmar los sentimientos! 😉😘
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Josefina! :D ¡Me alegro mucho de que te haya gustado! :) :) ¡Un abrazo fuerte!
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