Si pienso en ella la veo amarillita. Con los pies mojados por el agua del Tajo, con el sol cayendo a chorros por sus calles marcadas de raíles.
Tiene cicatrices, Lisboa.
Sus cicatrices tienen forma de raíles.
Y son hermosas, muy hermosas.
Por ellas circulan los tranvías: rojos, amarillos, marrones, verdes…
Bajan y suben.
Bajan y suben, acariciando su piel marcada. Como hormiguitas rápidas, coloreadas, que conducen al visitante hasta el lugar en el que un día estuvo la casa de san Antonio de Padua: frente a la catedral, en el corazón de la Alfama… el santo Antonio querido.
Luego el castelo de san Jorge -un poco más arriba, a dos minutos a pie- entre tiendas de recuerdos, cantos callejeros... El castelo custodia la ciudad con ojos avisados -siempre abiertos, siempre expectantes- mientras Lisboa, risueña y despeinada, se deja mecer a orillas de un Tajo irreconocible junto a ella por lo soberbio.
El Tajo parece feliz de morir en Lisboa.
Lisboa entorna los párpados y me mira complaciente. Se sabe bella. Inolvidable.
Estas pocas líneas aparecieron publicadas, por primera vez, el día 10 de febrero de 2015 en el blog El cuaderno secreto de Lola
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